¿Alimentos funcionales o comida ficción?

Hace bastantes años ya que prácticamente no hay leche, yogur, zumo, batido, cereal de desayuno, margarina… que no lleve algún elemento o ingrediente añadido “esencial” para la vida humana: bífidus, isoflavonas, fitosteroles, Omega 3, vitaminas, hierro, fósforo, calcio, ácidos grasos, fólicos, oleicos… Son los llamados “alimentos funcionales”, unos productos muy caros que cada vez ocupan más espacio en los supermercados y en la cesta de la compra empujados por una publicidad tan abrumadora como engañosa que se aprovecha de una regulación legal muy laxa, excesivamente permisiva. También son cada vez más los médicos, nutricionistas, psicólogos incluso que alertan de los peligros del consumo masivo y sin control médico de esta “comida ficción”. Así la denomina, por ejemplo, la psicóloga experta en trastornos de la nutrición Ana Isabel Gutiérrez Salegi, que ha publicado recientemente un libro titulado ‘Consume y calla’.

Los llamados alimentos funcionales son productos de consumo cotidiano “enriquecidos” con ciertos suplementos (minerales, vitaminas, fibra…) que se supone pueden resultar beneficiosos para algunas funciones del organismo, especialmente en los sistemas cardiovascular, gastrointestinal e inmunológico, y que por tanto podrían cumplir un papel preventivo al reducir factores de riesgo de determinadas enfermedades. Esos suplementos alimenticios pueden ciertamente venir bien a grupos de población con necesidades nutricionales especiales o con estados carenciales: niños, mujeres embarazadas, personas con intolerancia a ciertos alimentos, colectivos con algunas enfermedades (cardiovasculares, gastrointestinales, osteoporosis, diabetes…), personas mayores… Pero sólo deberían tomarse bajo indicación y supervisión médica, exclusivamente.

Un exitoso invento de la industria

Los alimentos funcionales son un exitoso y muy lucrativo invento de la industria alimentaria para, en teoría, ayudar a prevenir ciertas enfermedades y para paliar carencias nutricionales derivadas en gran medida de nuestra forma de vida: una vida acelerada pero sedentaria físicamente, sin tiempo para cocinar en casa, sin tiempo para comer bien, sin tiempo para hacer ejercicio… En las sociedades occidentales vivimos cada día más deprisa, con más actividades profesionales y de ocio y menos tiempo para casi todo, incluida la alimentación. Comprar alimentos frescos, cocinar en casa y llevar una dieta sana y equilibrada es algo cada vez más raro en un número creciente, muy importante ya, de hogares.

En dos o tres generaciones hemos pasado de tener una alimentación relativamente pobre, escasa y poco variada, con las carencias y enfermedades que ello conllevaba, a disponer de una enorme cantidad y variedad de comida, cada vez más elaborada, menos natural, que nos dificulta tomar decisiones acertadas. Y llevamos mucho tiempo ya padeciendo los efectos de ese exceso y ese desvarío alimentario: una alimentación con demasiadas grasas saturadas y pobre en ciertas grasas insaturadas, en minerales, en vitaminas, en fibra, desequilibrios nutricionales graves, por tanto, obesidad, enfermedades cardiovasculares, arterioesclerosis, infartos… Numerosos expertos apuntan incluso que los niños y jóvenes de hoy en día van a ser la primera generación en la historia de la humanidad que viva menos tiempo que la de sus padres; menos y con peor salud a largo plazo.

Únase a todo lo anterior la dictadura de la estética, el culto a la delgadez, que han conseguido imponer la publicidad (de los alimentos, de la belleza, de la salud…), los medios de comunicación, las marcas, los famosos… Explicaba de forma muy gráfica esa obsesión la psicóloga experta en trastornos de la nutrición Ana Isabel Gutiérrez Salegi en una entrevista publicada en el diario Deia: “Estamos perdiendo mucha calidad de vida porque estamos obsesionados por lo que comemos, cómo lo comemos y cuándo, y dejamos de cuidarnos correctamente. Estamos inmersos en un círculo vicioso y perverso que nos presiona de forma brutal para que estemos delgados, jóvenes y sanos”.

En su libro ‘Consumo y calla’, la obsesión occidental por la delgadez se sintetiza en el término ‘gordofobia’. Dice Ana Isabel Gutiérrez: “Tengo amigos de 40 años con una talla 42 que se consideran gordos y eso es falso, es sólo una creencia soial. En el libro aparece el término gordofobia para referirse a la obsesión de la sociedad occidental por la delgadez y por la perfección física, que constituye el santo grial del siglo XXI. Un público perfecto para un mercado que genera miles de millones de euros”.

Y entonces llega la industria alimentaria, alimentadora a su vez de esa obsesión social, y nos ofrece la receta mágica: alimentos que se supone previenen enfermedades y nos ayudan a adelgazar, a estar más guapos, a ser socialmente más competitivos. En las sociedades más “modernas”, como la japonesa, los alimentos funcionales se consumían de forma masiva ya en los años 80 del siglo XX. Hoy, en países como Estados Unidos y Canadá, hasta el 40% de la población toma diariamente este tipo de alimentos. En esos y en muchos otros países proliferan los establecimientos que venden exclusivamente alimentos funcionales, comida ficción. El Estado español no es una excepción.

Los alimentos funcionales pueden resultar peligrosos para nuestra salud

Los expertos en nutrición, endocrinología, metabolismo… que se han pronunciado sobre los alimentos funcionales y cuanto los rodea (o al menos aquellos de los que ha tenido noticia EKA/OCUV) insisten en que dichos alimentos sólo deberían tomarlos, y bajo estricta prescripción médica, exactamente igual que si fueran medicamentos, las personas que realmente necesiten suplementos nutricionales especiales. Nadie más. No es así, sin embargo, como se consumen en general. Y es que la apabullante y harto engañosa publicidad que los promociona ha conseguido que muchísima gente que no los necesita en absoluto piense que sí los necesita y que los consuma sin ningún tipo de de control, sin apenas conocimiento de lo que está metiendo en su organismo.

Y eso es peligroso, claro, porque, además de gastarnos bastante dinero en esos productos, podemos estar atiborrándonos de ciertos elementos en mucha mayor medida de lo que nuestro cuerpo requiere; porque consumir esos productos “inteligentes” que realmente no necesitamos puede inducirnos a comer menos, o dejar de comer, productos naturales, frescos, sanos… que nuestro cuerpo sí que necesita; porque comer esa “comida ficción” puede inducirnos a pensar que ya estamos adelgazando, o manteniendo a raya el colesterol, o fortaleciendo nuestros huesos, y por tanto a no hacer ejercicio físico, por ejemplo, que ese sí es fundamental en pro de tales objetivos.

Es más, el consumo sin control, que es como lo hace la mayoría, de estos productos puede incluso favorecer la aparición de problemas de salud tan graves como para poner en riesgo la vida: desde enfermedades cardiovasculares a complicaciones metabólicas muy serias. “¿Alguien sabe cuántas cajas de leche enriquecida con ácido oleico puede tomar cada semana?”, preguntaba en un congreso en Bilbao la experta en alimentación y nutrición María Teresa García Jiménez, del Instituto de Salud Carlos III. “¿O cuántas tostadas con margarina de fitosteroles puede tomar en el desayuno? Lo que sí se sabe son los problemas de salud del exceso de todos esos aportes, que pueden provocar incluso envejecimiento prematuro. Así ocurre, por ejemplo, con un exceso de antioxidantes”, explicaba García Jiménez.

En la misma línea se pronuncia Ana Isabel Gutiérrez Salegui: “Con una dieta normal no tienes por qué tener ninguna carencia. Los suplementos no son necesarios si la alimentación es completa y equilibrada y la persona está sana. Incluso pueden llegar a ser peligrosos. La gente no sabe que puede haber hipervitaminosis”, decía esta psicóloga en la citada entrevista en el diario Deia, cuyo titular resultaba más que elocuente: “Los alimentos enriquecidos con bífidus o con Omega son una trampa; nos están vendiendo comida ficción”. La publicidad es la clave. “Si mientras anuncio algo me acaricio con una sonrisa la tripa y digo que me siento ligera, ¿qué entienden?”, plantea la autora de ‘Consume y calla’, “Está prohibido decir que algo alivia el estreñimiento, pero no está prohibido acariciarse la barriga y así el telespectador entiende un mensaje que no es el que se emite”. Esa la clave.

Regulación escasa y publicidad salvaje

En cuanto a higiene y seguridad alimentaria, los alimentos funcionales carecen en España de una regulación específica como tales. La única especificidad para ellos es la obligación de detallar en su etiqueta (amén de toda la información nutricional que se requiere a cualquier alimento normal) el aporte real (cantidad, porcentaje) del componente o ingrediente especial que dicen contener y la prohibición de atribuirse propiedades preventivas o terapéuticas sobre cualquier enfermedad o dolencia. Sólo la publicidad de los medicamentos puede decir legalmente que previene o cura enfermedades.

Sin embargo, la publicidad de los alimentos funcionales se salta esa prohibición a la torera anunciando machaconamente sus propiedades preventivas, con un lenguaje deliberadamente ambigüo y trucos visuales y estéticos de todo tipo que inducen a pensar también en propiedades terapéuticas. E incluso mintiendo descaradamente. “Es mentira que los bífidus beneficien al sistema inmunitario. La Agencia de Seguridad Alimentaria europea no recnoce absolutamente nada de eso”, asegura la autora del libro ‘Consume y calla’. “¿Cuántos de esos productos con bífidus llevan el aval del Colegio de Médicos? Ninguno”., afirma contundente Ana Isabel Gutiérrez. “Los supuestos beneficios de los alimentos enriquecidos con bífidus, con Omega 3 o con isoflavonas son una trampa. Nos están vendiendo comida ficción. Las empresas utilizan múltiples trucos que juegan con la sintaxis, las palabras o las imágenes para que el consumidor perciba el mensaje que les interesa”.

En una entrevista en el diario El Correo preguntaban a esta psicóloga cómo es posible que la publicidad pueda mentir. Y ella contestaba: “Por los recovecos legales existentes, por la laxitud de las sanciones cuando se rompen unos códigos deontológicos diseñados para cumplir el expediente y por artimañas publicitarias tales como transmitir una idea en legras grandes y matizarla en tipografía minúscula escondida en el etiquetado, usar tecnicismos que incluso a los especialistas les resulta difícil descifrar, dar explicaciones complejas prácticamente irrelevantes, establecer asociaciones sin fundamento, basarse en investigaciones diseñadas a medida, recurrir a rostros populares como prescriptores para subirse al carro de su credibilidad… Y así un largo etcétera”. Y añade: “No obstante, para lo que no están legitimadas es para engañar deliberadamente al consumidor haciéndole creer que está enfermo, que se encuentra en riesgo de estarlo o que sus alimentos van a mejorar alguna condición clínica”.

Consumir productos frescos, volver a cocinar, comer en casa…

Todo lo que merece realmente la pena cuesta un esfuerzo. Llevar una alimentación sana y equilibrada, también. Pero seguramente ningún esfuerzo será tan gratificante y tan gratificado como ese: comprar lo más posible productos frescos y de temporada, cocinar, comer en casa… Eso, además de hacer ejercicio, es esencial para disfrutar de una buena salud. Por desgracia, cada vez nos estamos alejando más de esas pautas, empujados por otras “prioridades” y por una industria alimentaria (con su enorme potencia publicitaria) que nos arrastra hacia una alimentación insana.

Los productos alimentarios están sometidos a procesos cada vez más largos y tecnificados de manipulación, lo cual, según expertos muchos expertos en alimentación, puede incluso favorecer la aparición de enfermedades. Así lo aseguraba, por ejemplo, la experta en alimentación y nutrición María Teresa García Jiménez, del Instituto de Salud Carlos III: “La industria de la alimentación se ha tecnificado tanto y el proceso de elaboración y manipulación de un producto se ha vuelto en muchos casos tan largo que hay alimentos que cuando llegan a la mesa son ya un foco de enfermedades. Los comedores de los niños y de las personas mayores atendidas en residencias son los que se enfrentan a mayores riesgos”, aseguraba, abogando por alimentos con una cadena productor-consumidor lo más corta posible, huyendo si se puede del envasado, del plástico. Hay plásticos y algunos metales de las latas que por las temperaturas o otros motivos pierden sustancias que acaban siendo ingeridas.

Los niños de hoy en día, en las sociedades occidentales, son hijos de una generación que apenas aprendió a cocinar y que abandonó el hábito de cocinar a diario, y la progresiva epidemia de la obesidad infantil es el síntoma más evidente, el que está disparando todas las alarmas en las autoridades sanitarias mundiales. Los niños (como los mayores también buen buena medida) comen en general un exceso de frituras, malas frituras, muchos alimentos “falsos”, productos cremosos, natas y chocolates en lugar de fruta para el postre… Invertir esta tendencia no es nada fácil. Pero sigue estando en nuestra mano.

Recuperar la sensatez

Terminamos con otra cita de la psicóloga experta en trastornos de la alimentación Ana Isabel Gutiérrez: “Se trata de recuperar el sentido crítico y la sensatez a la hora de comprar, para no dejarnos llevar por ese flautista de Hamelín de los reclamos publicitarios que nos dan a entender que tomando tal o cual producto vamos a asegurarnos una salud de hierro, porque no es así hasta que no lo demuestren científicamente”.

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